La Educación que viene (y no deseo) (2)



Leo hoy en un diario regional: "Cuatro de cada diez horas extras hechas en Extremadura no se pagan. Semanalmente, los asalariados extremeños hacen unas 45.000 fuera de horario y que no se remuneran. El Ministerio de Trabajo ha anunciado la creación de un algoritmo para controlar estas infracciones".

Si el algoritmo que tienen intención de crear se aplicara al ámbito educativo público, la consejería no tendría dinero con el que pagar tanta hora no remunerada de miles de docentes que se dejan la piel para que su trabajo funcione dignamente más allá de las horas totales prescritas. Las únicas horas registradas en nuestro oficio son aquellas que obedecen a la presencialidad en el aula y aquellas dedicadas a planificar, coordinar y evaluar. El resto entran dentro de la difusa categoría de lo metafísico, pero haberlas hailas y cada vez son más.

La creciente burocratización de la actividad docente está generando desde hace años un ingente volumen de trabajo no registrado, que adquiere dimensiones inmensurables cuando hablamos de ser tutor o equipo directivo. Esta tendencia era ya preocupante hace muchos años, pero está aumentando exponencialmente al calor de una mayor fiscalización de los procesos de trabajo, alimentados con el creciente modelo de proyectos enlatados desde la consejería -muchos de ellos con el renglón marcado por Europa- y que en vez de mejorar la calidad de la enseñanza, lo que hacen es aumentar la carga de trabajo y la imposibilidad de dedicar el tiempo debido a lo realmente importante.

Este problema no es venial, ya que produce un efecto perverso sobre las rutinas de trabajo y pone freno a procesos de cambio en los centros y a la dedicación a necesidades que sí son perentorias y que la post-pandemia ha recrudecido especialmente en los alumnos más vulnerables. Cada vez más la consejería fiscaliza la vida docente, su formación y la implantación de proyectos, que al venir impostados, sin atender a los ritmos y necesidades de cada contexto, acaban asumiéndose como mero papeleo. Pero no solo eso, sino que también provocan un efecto reactivo sobre la voluntad de los docentes, que acaban claudicando, quemados e indignados. Los que antes se metían en proyectos los dejan, y los que no estaban muy convencidos, obtienen argumentos que confirmen su sospecha. 

Un ejemplo paradigmático de esta tendencia podemos ilustrarla con el llamado Plan de Igualdad, que si bien en teoría es cierto que está pensado para que cada centro a su aire vaya generando con los años sus propios modelos de intervención, no deja de ser un artificio impuesto, un añadido más de burocracia -formularios, informes, reuniones...-, que desagrada al converso y disuade al ateo. Y no solo eso, hace más daño que bien a la propia causa de la igualdad, ya que lejos de suponer un proceso de libre reflexión, debate y acción compartida, viene acompañado de una fuerte carga ideológica. Y con ideológica me refiero a que en su definición y contenidos las cartas están a priori marcadas, muy lejos del debate social plural y nada homogéneo que caracteriza a los corrillos populares en materia de igualdad. Burocratización, fiscalización y control de discurso son tres graves deficiencias de este tipo de proyectos enlatados. Y esta crítica en nada tiene que ver con el apoyo o no a la necesidad de llevar estos debates a las aulas; de hecho, muchos docentes ya los estamos llevando a cabo desde hace tiempo, sin necesidad de tutelas y calendarios. El control del discurso cultural en el ámbito educativo no solo hace daño a la autonomía y libre ejercicio de la acción docente, sino que alienta el efecto contrario al que pretende y pone a la escuela en el foco del frentismo político.

No tengo esperanza de que la consejería tenga intención de aflojar esta deriva de fiscalización. Al contrario, intuyo que asistiremos a un mayor control de la actividad docente y un mayor ahogo administrativo. A medida de que el descontento de la comunidad educativa aumente, la estrategia en las políticas educativas derivarán hacia modelos más autocráticos, a través de los cuales asegurarse la disipación del ruido mediático y un control sobre la retórica institucional. Un posible paso no descartable es la conversión de los equipos directivos en cargos profesionales, designados y controlados por la consejería, con menor margen de disensión. 

Es sabido por todos que desde la pandemia la presión sobre los equipos directivos no ha hecho sino crecer y agravarse, hasta tal punto que se han visto obligados a unirse e intentar hacer presión para desahogar la situación insostenible en la que se encuentran. No en vano, algunos equipos directivos extremeños han pedido su baja en los últimos dos años ante lo que consideran un flagrante ninguneo por parte de los gestores educativos. Este divorcio entre la comunidad educativa y la política educativa no ha hecho sino crecer en los últimos años y no tiene visos de que vaya a menguar. 

Es previsible un aumento del déficit público, lo que obligará a las administraciones a establecer medidas draconianas que reduzcan el gasto y carguen aún más el volumen de trabajo sobre los docentes. La reciente decisión de volver a las 18 horas es tan solo un placebo engañoso que intenta tapar el proceso de precarización de la escuela pública. Las horas invisibles dedicadas a la burocracia superan con creces cualquier subida de horas lectivas. Es necesario que los docentes seamos conscientes de este truco de trileros, de las engañosas estrategias de compensación con las que intentan controlar los niveles de indignación y resiliencia de los docentes.  

Otra técnica de distracción es el proceso de digitalización, que nos hace aún más dependientes de presupuestos y rutas exógenas y de intereses de corporaciones tecnológicas y de comunicación, a saber bajo qué mecanismos de contraprestación, sirviendo a su vez al ejecutivo de turno de plataforma publicitaria de una inexistente innovación educativa y desviando el foco a necesidades secundarias que impiden dedicar tiempo y esfuerzos a lo importante. La digitalización será sin duda una de las grandes burbujas educativas de esta década, la carcasa de cartón piedra que oculte que por dentro el barco necesita algo más que una mano de pintura.

Vienen tiempos difíciles, dicen. Hay que ahorrar, ajustarse el cinturón. El poder político va allanando la retórica social para cocernos a fuego lento. La crisis creciente servirá de excusa para acelerar el proceso de jibarización educativa, intentando que asumamos sus decisiones como las únicas posibles. El ahorro se traducirá en una mayor presión sobre la carga de trabajo del docente, menos medios, menos plantilla, congelación salarial (o reducción, ¡ya veremos!), aumento de las horas, plan formativo en julio, y por supuesto, mayor burocracia y fiscalización. Convivirán dos realidades ambivalentes, la retórica de progresía e innovación -a modo de publicidad política y placebo para incautos- con el control y la precarización del sistema. 

Este proceso de deterioro es previsible que provoque el aumento de la indignación del docente, más del que le cabe. Este año es la primera vez que oigo a docentes vocacionales que desean jubilarse cuanto antes no tanto por el temor a perder liquidez, sino porque la presión es de tal envergadura que el oficio se les hace cuesta arriba. Un oficio que aman y al que han entregado buena parte de su vida. Oírles decir esto demuestra la distopía a la que nos enfrentamos, la delirante deriva de la enseñanza pública, y entristece, deja un poso de amarga decepción y silente indignación. 

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