El alumno multitarea: todo a la vez y en todas partes


Sin duda a una persona talluda, que vivió siendo adolescente sin ordenadores, tablets y teléfonos inteligentes, mi viñeta se le antoja un tanto distópica e indeseable. Pero si preguntamos a un joven de hoy en día de seguro contemplará la escena con naturalidad, reconociéndose en ella y aceptando como habitual tales hábitos. El adulto la interpretará como un claro ejemplo de los tiempos que vivimos, donde los jóvenes son incapaces de centrarse y concentrarse en una tarea específica con atención y profundidad, impidiendo con ello un aprendizaje significativo. En su defensa, un joven alegará que el adulto es incapaz de entender que bajo este nuevo escenario también puedes comprender lo que lees y ves, solo que de forma enriquecida, relacionando múltiples formatos y contenidos. Que no es necesario limitarse a una tarea, rumiándola hasta la saciedad, para llegar a entender algo, disfrutarlo o aplicarlo a la vida cotidiana. El joven no entenderá cómo un adulto podía hace décadas concentrarse en una sola tarea sin aburrirse o desesperar. Lo que el adulto llama distraerse el joven lo ve como una forma de ampliar la mirada, llegar más lejos de lo que era capaz de llegar un joven de 1980. Por mucho que el adulto le muestre las ventajas de aquel otro mundo, el joven no querría vivir en aquel espacio donde el tiempo corría lento, tedioso y sin estímulos constantes.

Podemos intuir, en un acto de confianza e idealismo, que el joven que afirma esto está motivado, es curioso y autónomo, que es capaz de extraer de todos los contenidos que disfruta interpretaciones lúcidas y prácticas para su vida cotidiana y su futura experiencia profesional. Si no lo fuera, ese enriquecimiento personal se convertiría en consumo estéril, una distracción para tareas más delicadas y una ocasión para fomentar conductas tóxicas. Suponemos que ese joven tiene un contexto familiar que le estimula y facilita experiencias culturales variadas, que hay medios para obtenerlas, que sus amigos también son jóvenes inquietos y activos. El capital previo que atesora el joven, su contexto familiar y social, así como su capacidad de resolver emociones contrariadas, es esencial para entender cómo actúa ante este multiuniverso de contenidos, qué es capaz de sacar de él para desenvolverse en la vida e hilar un futuro profesional deseable.

Sea cual sea el paradigma de conocimiento y comunicación, un joven así obtendrá de esa experiencia algo positivo y fértil para su vida. Bajo esta óptica, los prejuicios del adulto están provocados por el efecto distorsionante del tiempo, incapaz de adaptarse a un nuevo ritmo y modelo de cultura, conocimiento e interacción social. Aún así, ese adulto reconocerá que incluso él se ve alterado por lo que interpreta como pérdida de atención, incapacidad de concentración en tareas que requieren un tiempo prolongado y profundo. El joven no lo ve así. Criado en ese ecosistema, lo acepta e incorpora en sus rutinas diarias, sin recelo ni crítica, como también lo hacía el joven de 1980 con su propio mapa del mundo. 

En este cambio de paradigma, la percepción de pérdida o ganancia obedece en gran parte a un componente generacional y a la actitud con la que enfrentemos la realidad. Quien lleva en este mundo más tiempo vivido que el que le queda por disfrutar, tendrá una cierta sensación de nostalgia y extrañamiento. Para quien el futuro es un horizonte lejano, todo es oportunidad y disfrute. Pero no siempre la edad es un componente determinante en nuestra forma de afrontar el presente, aunque suponga sin duda un molesto agravante. La actitud lo es todo. Un joven puede afrontar su presente con desidia y pesimismo, en un viaje sin fondo, entregado a un placer inconsistente y vacío, mientras una persona mayor puede disfrutar y adaptarse con optimismo ante cualquier reto presente, sin percibir lo nuevo como enemigo de la cultura y el conocimiento, y desde la mirada crítica que le otorga su largo recorrido por la vida. 

Sin embargo, este enfoque inclusivo y positivo no quita que podamos analizar con una mirada más amplia, ajena a contextos y generaciones, los efectos perversos que genera todo paradigma, sea este analógico, digital o urdido en las entrañas del multiverso. Pongamos como ejemplo ilustrativo un viaje. No es lo mismo viajar en avión que en coche. No es lo mismo viajar en coche que en bicicleta, como tampoco es lo mismo viajar en bicicleta que andando. Hay componentes objetivos que determinan nuestra experiencia, más allá de nuestra capacidad de adaptación a ese medio. Viajando en avión disfrutas de un paisaje bien distinto -si te toca asiento de ventanilla- al que disfrutas yendo en coche. En avión, los seres humanos son puntos en un tapiz colorido. En coche, ráfagas difuminadas sobre el horizonte. En bicicleta, distingues con más facilidad cuerpos y rostros desde la proximidad de la acera; incluso, si estás atento, puedes apreciar en una fotografía congelada si están alegres o pensativos. Un segundo basta para verlos y que te vean. Caminando te topas con ellos, compartes un saludo, una sonrisa, un fugaz hasta luego y buenos días. En avión, el paisaje a ratos es un cuadro impresionista, y de pronto una neblina lo convierte en una pintura romántica, donde la inmensidad de la naturaleza nos hace pensar en lo pequeño que somos. En coche, somos algo más partícipes del paisaje, aunque nos sintamos espectadores suyos, viajeros en tránsito, contemplando una película acelerada, donde el fondo es nítido y las figuras aparecen distorsionadas por la velocidad. La bicicleta nos ata al suelo, sentimos su pesada consistencia bajo el pedaleo, debemos hacer el esfuerzo de ganar terreno, de avanzar, de llegar. Distinguimos, con cierta nitidez, en instantáneas contiguas, el momento presente, encadenado en secuencias, como el celuloide de una película. Caminar nos convierte en parte del paisaje, cuerpos susceptibles de la mirada ajena y el contacto físico. Como si se tratase de un microscopio, nuestro ojo puede acercarse, apreciar el detalle, la grieta, la inocua inconsistencia de lo frágil, mirar de cerca, investigar, tocar, oler, oir sin la sintética sensación de estar simulando la realidad. Caminando las balas duelen, el abrazo reconforta, la comida sacia. No es lo mismo volar, conducir, pedalear y caminar. No es lo mismo. Recuerdo mientras escribo estas líneas a un alumno de Bachillerato. Me confesó durante el confinamiento a causa de la COVID que pese a que los videojuegos y el móvil le salvaron de volverse loco en casa, muchas veces echaba de menos ver cara a cara a sus amigos. Ciertamente, no es lo mismo. 

Quien lleva algo más de tiempo en este mundo que un adolescente sabe que en el camino se pierden detalles y posibilidades de goce. El joven de 2023 apreciará con más sabiduría esa pérdida en 2050, y el viaje virtual desde ese futuro tornará quizá en insípida experiencia respecto a la vivida hoy enviando vídeos desde Tik Tok o creando un directo desde Twitch. Nadie se salva de ese extrañamiento. La inteligencia artificial, integrada en todas las acciones humanas, eliminará tareas rutinarias antes consideradas esenciales y necesarias para el desenvolvimiento cotidiano y la adquisición de una formación competente. Leer y escribir adquirirán un significado diferente. La oralidad sustituirá en parte a la escritura, mutando en formatos multimodales más sofisticados, donde la mano tendrá un papel diferente al que tuvo durante la era industrial en el aprendizaje y el trabajo. 

Los enfoques multisensoriales de aprendizaje empiezan a ser recurrentes en las metodologías docentes porque los modelos de aprendizaje del alumnado en su vida cotidiana están protagonizados por espacios de interacción donde intervienen múltiples formatos de lenguaje para conocer y comunicarse, en los que la palabra escrita es una más y casi nunca la principal fuente de información. Mis alumnos de Bachillerato valoran más las fuentes en audio -podcast pregrabados, no mediante la clase magistral del docente- y audiovisuales que las escritas a la hora de procesar y reconstruir contenidos. Y este fenómeno no solo afecta a los contenidos creados por el docente, sino también a los métodos de evaluación, cada vez mas resistentes al modelo de examen escrito como arquetipo hegemónico de aprendizaje objetivo.

Pensar seguirá siendo un proceso cognitivo universal, pero no estará mediado como antaño, por lo menos en etapas escolares posteriores a los 14 o 16 años, por la pausa sosegada de una lectura lenta de contenidos unificados en un solo formato y soporte. Medios diversos y contenidos multimodales se combinarán para generar nuevos significados, encaminados a crear acciones prácticas que aporten un valor añadido a la realidad circundante. Pararse a pensar no requerirá de un corte continuado de la acción, sino de una reflexión temporal que desatasque procesos de trabajo. Las disciplinas que hoy se estudian en las aulas mutarán de contenido e instrucción. Ayer se buscaban contenidos en bibliotecas y navegadores, hoy se piden a una IA, mañana se ordenará a la IA qué hacer y cómo hacerlo. Ayer se evaluaba contenidos, hoy competencias, mañana acciones. Ayer se jugaba sobre el terreno, hoy en pantallas, mañana en universos inmersivos, generados por IA. Ayer se sabía que lo que estudiabas te facilitaría un trabajo, hoy todo itinerario académico te lleva a una encrucijada impredecible, mañana te dedicarás a algo inesperado. 

Una pregunta. ¿Qué cabida tiene en este escenario aparentemente distópico la charla sin prisas, unos versos inútiles leídos en compañía, el goce del ocio sin mediación de una transacción económica? La sensación de mareo, descontrol y confusión es inevitable cuando corremos a más velocidad de la que podemos asumir. Tarde o temprano nos caemos. Desacelerar, incluso caminar varios pasos hacia atrás, nos aporta perspectiva, serenidad y confianza hacia el futuro. Parar, caminar, incluso ir en bicicleta, relentiza la mente, la obliga a repensarse a sí misma, más allá del reclamo adaptativo. ¿Necesitará el joven de 2050 desenchufar su mente? Sin duda. Los versos serán diferentes, habitarán otros odres, descansarán en papel algorítmico, se recitarán en pantallas cuánticas, pero latirán alimentados de similares emociones, trascendiendo el interés y las modas. Ese extrañamiento al que he aludido en varias ocasiones revela un anhelo inherente a nuestra naturaleza, que repele la dictadura de lo real, se incomoda ante el renglón marcado. Pero es frágil, vulnerable, con facilidad cede a la nostalgia y nos paraliza. Convertir el extrañamiento en una rebeldía fértil, de exultante atrevimiento, indócil, requiere del arbitrio de una voluntad creativa, no confundir con productiva. Esa es la que debiera practicarse en las escuelas, estas de hoy y aquellas del mañana.Da igual el lazo que adorne el producto, la tecnología que prime en cada época.  Las preguntas que Chat GPT no puede contestar, pero que importan. 


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