Editoriales e innovación educativa




Los vaivenes en la legislación educativa y los programas de gratuidad de libros de texto, así como una lenta pero imparable transformación de las formas de entender el proceso de enseñanza, han provocado que las editoriales tengan por supervivencia que reinventarse, y pasar de un negocio basado principalmente en la venta masiva de libros de texto a otro localizado en la producción de contenidos digitales. Esta afirmación no es del todo cierta. Las propias editoriales, con la venia de las políticas educativas, han virado el foco hacia un modelo de dotación de los centros basado en totémica distribución de dispositivos digitales, facilitando a las editoriales desplazar el viejo nicho productivo de libros de texto hacia el lucrativo negocio de la innovación tecnológica. 

Esta tendencia tuvo lugar antes de una profunda reflexión pedagógica. De hecho, aún está pendiente esa reflexión. El cortoplacismo es la actitud más acostumbrada en lo que a política educativa se refiere. Se recurrió, obedeciendo a factores ajenos a lo educativo, al adagio dota, y ya veremos en vez al qué quiero enseñar y, por lógica, qué necesito para hacerlo. Este modelo de dotación se ha convertido en la última década en la principal estrategia de publicidad de las políticas educativas. ¿Por qué? Las editoriales han exigido una compensación ante las pérdidas causadas por las políticas garantistas de gratuidad de libros de texto y la creciente desafección del docente del clásico libro de texto, y ésta necesariamente pasaba por la implementación masiva de gadgets tecnológicos que facilitaran la compra de libros digitales. Un plan al que las administraciones educativas se han prestado sin tener en cuenta lo ineficaz de empezar una casa por su tejado, confundiendo el fin con los medios. Igualmente, hay que tener en cuenta que para la política educativa es más fácil vender calidad mostrando musculatura a través de una rutilante dotación tecnológica que evidenciar los lentos progresos a pie de aula, que requieren tiempo y suma de voluntades. En pocos años, dotación tecnológica y bilingüismo se han convertido para las políticas educativas en reflejo -espejismo, diría yo- de calidad de la enseñanza. 

Editoriales y política educativa han llegado a tener un lenguaje común respecto a lo que debe ser la escuela del futuro, y ésta pasa necesariamente por una dependencia presupuestaria que haga posible una permanente dotación tecnológica. Así, cuando se habla de innovación y metodologías activas, no se subraya tanto el proceso de reflexión previa al uso de los materiales cuanto el tótem recurrente de que todo docente y alumno debe usar estos gadgets sí o sí. Más aún, se llega a confundir innovación con dotación, metodología activa con uso de dispositivos, reproduciendo el modelo didáctico estándar libro-tarea-examen. Lo que antes era un libro en papel, ahora es digital; lo que antes era pizarra de tiza, ahora es digital. El foco de atención pasiva hacia el docente se traslada a una pantalla digital que vende su limitada interactividad como metodología activa. 

La creciente irrupción por parte de los docentes de modelos educativos centrados en la autocreación de contenidos obliga necesariamente a repensar el papel que debieran tener las editoriales en este nuevo escenario pedagógico. La tecnología pasa a convertirse, bajo este enfoque, en mero hardware, soporte físico, sobre el que docentes y alumnado crean, comunican y comparten sus contenidos educativos. El peso del proceso de aprendizaje se traslada al del análisis y creación crítica y colaborativa de la información, convertida en conocimiento compartido y mejora real del entorno vital del alumnado. Un proceso que convierte al libro de texto, en celulosa o digital, en un material más, incluso prescindible. 

¿Para qué sirve entonces una editorial? Esta pregunta me suscita otra pregunta: ¿no debieran las editoriales dejar de serlo en un sentido tradicional? De hecho, ya hay algunas que están adaptándose a este cambio de paradigma, más allá del darwinista recurso al nicho tecnológico, poniendo el acento en el valor añadido que aporta el docente como agente transformador de la educación. De im-poner el libro a escuchar al docente, de centrarse en la dotación a apostar por la reflexión compartida. Ya hay editoriales que apoyan iniciativas creativas de docentes o centros, subvencionando los materiales educativos que ellos mismos producen. Una suerte de mecenazgo creativo del que ambos salen ganando. Las editoriales han apostado por el think tank educativo como sistema de retroalimentación mutua que les permita detectar tendencias, necesidades y nuevas estrategias de colaboración. 

Este mismo modelo empieza a ser adoptado por las políticas educativas. Los congresos educativos de las consejerías cada vez se parecen más al formato de laboratorio (LAB) o charla TED, y se empieza a apostar por el capital humano -el docente-, buscando estructuras mas flexibles y colaborativas entre administración educativa y profesorado. Pero este proceso es aún embrionario, debilitado por la frecuente instrumentalización política de la educación y una cultura de trabajo que requiere cambios de sensibilización y mayor apuesta por el riesgo -la agenda electoral cuatrienal es un impedimento significativo-, así como ir haciendo que la administración pase de un modelo de organización vertical -casi militar- a otro que propicie el desarrollo de redes creativas de colaboración entre servicios educativos.

Las políticas educativas no han dado pasos suficientes para que los cambios pedagógicos de la enseñanza encuentren el camino allanado. Cierto que la formación del profesorado ha mutado significativamente en las últimas décadas, pero el escollo más significativo sigue siendo el modelo de evaluación prescriptiva, centrado aún en un formato cuantitativo y en pruebas escritas estandarizadas. El currículo invisible lo es hasta que debe traducir el aprendizaje individualizado y cualitativo en un número que demarca no lo que se ha aprendido, sino la promoción o no del alumno. Se alienta al docente a enseñar por competencias y con metodologías activas, pero la evaluación final sigue ligada a patrones desgastados que alientan la atávica reproducción, falsamente modernizada a través del espejismo de lo digital, de fórmulas de enseñanza pasivas y meramente memorísticas. 

No hay que ser gurú educativo para darse cuenta de que los cambios sociales y tecnológicos conducen hacia una revisión esencial del sistema educativo, requiriendo que el proceso de aprendizaje, entendido como creación compartida, se convierta en el eje de la enseñanza. Este viraje hace que los recursos sean meras herramientas con las que repensar el mundo y recrearlo colectivamente. Por lo que el esfuerzo de las editoriales ya no se debiera centrar en vender gadgets, sino ideas, proyectos, capital humano creativo, transformación real de entornos. El protagonista deja de ser el docente entendido como átomo indivisible, aislado de su contexto, y se concentra en el proyecto creativo de centro y su capacidad de colaboración con el desarrollo comunitario del ecosistema en el que se inserta. Ya no hay solo alumnos y docentes, sino comunidades de aprendizaje en red, dúctiles, en constante transformación y escucha. El aula deja de ser espacio primordial, único laboratorio de aprendizaje, para abrirse al entorno, experimentar más allá del libro, la biblioteca, el perímetro del centro educativo. El alumno ya no contempla y comprende pasivamente el mundo, reproduciéndolo en un examen, sino que lo transforma creativamente, aporta un valor añadido que desde la acción compartida se convierte en un servicio a la comunidad.

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