Metodologías activas: ¿para los que no estudian?



En Extremadura se ha puesto en marcha el programa ACTÍVATE, autodefinido como "Propuesta innovadora y motivadora de trabajo desde la orientación educativa y profesional para el profesorado de ESO con alumnado que se prevé puede estar en riesgo de abandono escolar temprano, de cara a estimular y favorecer su continuidad futura en el sistema educativo, mediante metodologías activas y trabajo competencial (habilidades cognitivas y emocionales)."

Sin entrar en un análisis sobre la eficacia o no de estos programas, que según en qué contextos pueden ser de gran ayuda o refuerzo a acciones ya emprendidas en los centros o un estímulo para activar las que aún no existen, la definición del mismo me hizo pensar en cómo a menudo, ya sea dentro de las políticas educativas y de la cultura didáctica de los propios docentes, se tiende a asociar las llamadas metodología activas con contextos de aprendizaje distópicos y no como una necesidad pedagógica aplicable a cualquier nivel de competencia. Es común entre el profesorado asociar las metodologías activas como un recurso para alumnos que presentan dificultades en el aprendizaje o conductas sociales disruptivas, pero no así en aquellos que se adaptan con eficacia a un modelo metodológico tradicional del libro-tarea-examen. ¿Para qué incorporar metodologías activas si me aprueban los exámenes, que es en definitiva lo que pide en última instancia la prueba EBAU?

Esta tendencia, a veces alentada por la propia política educativa, desvía el foco que define en esencia la naturaleza de toda innovación, que debiera ser extensiva al sistema en su conjunto, adaptada a cualquier nivel de competencia, y no un recurso exclusivo para alumnos que "no estudian o molestan". Los centros con alumnado homogéneo y no disruptivo, que poseen razonables índices de eficacia en pruebas externas o en la EBAU, se desvinculan de las metodologías activas más allá del experimento anecdótico o la innovación rutilante para obtener algún reconocimiento, y a menudo vinculan innovación con implementación tecnológica -tabletas, pizarras y libros digitales-, no con una profunda reflexión acerca de lo que quiero que aprendan mis alumnos. Su objetivo es que el alumnado obtenga buenos resultados en los exámenes. ¿Para qué innovar entonces?

Seguimos reproduciendo un modelo de enseñanza pensado para el alumno estándar, que termina la Eso, hace Bachillerato y después va a la Universidad. A ese le enseñamos a adaptarse a una metodología convencional, basada en el atávico examen y la asimilación pasiva de contenidos. Si en la Ebau no van a tener en cuenta sus competencias en trabajo colaborativo, pensamiento crítico o inteligencia emocional, ¿para qué trabajarlas en el aula? Además, estas metodologías activas impiden dar todo el temario.

Por el contrario, al alumno que presenta un déficit significativo de aprendizaje les recomendamos metodologías activas que despierten su motivación. Total, sabemos que no van a llegar al temario, pues distraigámosles. Para el docente de libro y temario, las metodologías activas son eso, una distracción, que si bien está legitimada en contextos distópicos, no así en alumnado que llega. A estos basta con pedirles que estudien y aprueben los exámenes.

Esto no resta un ápice el hecho de que las metodologías activas sean recomendables en esos contextos de aprendizaje; lo son sin duda. Pero también en aulas normalizadas, donde todo o casi todo el alumnado posee niveles competenciales razonables y actitudes positivas hacia el aprendizaje. Las metodologías activas son una condición sine qua non para hacer posible un aprendizaje significativo y crítico, contextualizado con realidades mensurables, creativo, constructivo, cooperativo, que sirva a la comunidad. Y no debieran reducirse al uso de nuevas tecnologías -engañoso y lucrativo tótem de la innovación-, sino a una profunda reflexión acerca de lo que queremos que aprendan nuestros alumnos, más allá de la neurótica reverencia al temario.

Esta reflexión debiera afectar, por extensión, a la propia Universidad, no solo a las enseñanzas medias. De hecho, es la Fp y no la Universidad quien mejor parece estar adaptándose no solo a un mercado laboral en constante transformación, sino a la redefinición misma de competencia e innovación. El perfil de ciudadano y trabajador del siglo XXI se desliga con cada vez más pregnancia del ideal de transferencia de conocimiento que heredamos de la era industrial y del que el sistema educativo aún le cuesta desprenderse. Es significativo que un docente de Fp se sienta más identificado y afín a su práctica profesional diaria con modelos de metodología activa o innovación que un docente de Eso o Bachillerato. Un modelo que ponga en el aprendizaje creativo y compartido la razón de su aprendizaje. Reflexionar sobre lo aprendido, reconstruirlo creativamente y ponerlo en valor ante la comunidad.

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