Segregación educativa: ¿a quién importa?





Trabajo en un centro ubicado en una zona de rentas bajas y, como no puede ser de otra forma, cuando el dinero falta también baja la cultura, las competencias de aprendizaje y la motivación. Por supuesto, en estas zonas las familias prácticamente no tocan el centro y el interés político por ellos es exiguo; son votantes invisibles, sin poder de presión política. Todo cambio depende del empoderamiento del tejido social del barrio y de la voluntad de los docentes de los centros de esa zona. 

Pues bien, nuestro centro, pese a la enconada voluntad del profesorado -visitadnos y comprobadlo por vosotros mismos-, presenta desde hace unos años un decreciente número de matriculaciones en la Eso. Los intentos de solución del problema por parte de la administración educativa se han reducido por ahora a una sonrisa complaciente, un impostado amago de empatía y ninguna acción que demuestre su compromiso por solucionarlo. Cada vez que hablo sobre este asunto con algún gestor educativo encuentro la misma respuesta: el centro debe saber venderse. Se presupone que si un centro se queda sin alumnos, a su juicio, la única causa se debe a su incapacidad para atraer matriculaciones. La pelota cae en el tejado del centro. Pilatos se lava las manos. 

Sin embargo, paradojas del destino, el curso pasado no tuvieron ningún escrúpulo en dotar de una línea nueva a otro centro público de una zona limítrofe; presionados por las familias y a pocas semanas de los pasados comicios, prefirieron evitar una mala imagen ante la opinión pública. A esto se suma que nuestro centro está pegado a un centro concertado que imparte Eso y Bachillerato gracias a fondos públicos y que absorbe buena parte del alumnado de la zona. La desaparición de nuestro centro supondría un fracaso descomunal para una política educativa de izquierdas: el único centro de Secundaria del barrio sería un concertado. A nadie, excepto a una consejería preocupada por hacer real su poética de la inclusión y la diversidad, debiera importarle a priori que esta distopía no se diera. Y digo a nadie porque existe una relación directamente proporcional entre el poder de presión social y el nivel de renta de las familias del barrio en el que está ubicado el centro.  

¿Por qué empezar esta reflexión hablando de una experiencia personal? Porque indudablemente este caso no es una excepción, sino una inquietante tendencia. La baja natalidad es un factor agravante al que suelen agarrarse los gestores educativos, pero es solo eso, un agravante. Nunca hubo un estudio de previsión ni voluntad para solucionar este problema a largo plazo; simplemente fueron tapando los agujeros que se iban encontrando, achicando agua en una barcaza que se hunde. Se limitaron a justificarse con el taxativo mandamiento de la libertad de elección de centro de las familias, una excusa para no solucionar lo que se prevé que será uno de los grandes retos de la enseñanza pública en la próxima década y que pondrá en entredicho la voluntad de las consejerías de educación de querer realmente hacer posible un sistema educativo público que fomente la equidad, la inclusión y la diversidad, principios hasta hace poco intocables y que, para perplejidad mía y de muchos otros docentes y ciudadanos, empiezan a ser cuestionados a través de argumentos débiles, cuando no impúdicamente mezquinos.

¿Recuerdan aquello de que solo se empezó a investigar el sida cuando los enfermos eran de rentas altas? Pues tres cuartas de lo mismo con este asunto. Hasta ahora, la consejería de educación extremeña ha mantenido las apariencias con moderada efectividad, pero ocultar el polvo bajo la alfombra no hace que el polvo desaparezca. Las familias no ponen pegas a que sus hijos estudien en centros públicos de presupuesto prestigio -casi siempre ligado a modas y que-me-dices- en los que estudian en un aula 28... 30 o más alumnos, con lo que esto supone de imposibilidad del profesorado para atenderles de una forma eficaz y de adoptar metodologías activas y colaborativas que les preparen para un mercado en transformación. No en vano, estos centros tienen una mayor tendencia a adoptar metodologías tradicionales, ligadas a la mera explicación, el libro de texto y el examen estándar. Las familias no son conscientes de que la indiscriminada elección de centros a libre albedrío está generando efectos perversos que se vuelven contra ellas a largo plazo. Sus hijos no estudian en condiciones que les aseguren un aprendizaje de excelencia más allá del aprobado prescriptivo. Lo que interpretan como una educación de calidad no es sino un mero sálvese quien pueda. Algunas familias -docentes incluidos-, conscientes de esto, prefieren llevar a sus hijos a centros concertados o privados. Y esta es una tendencia en ascenso. Los efectos que la baja natalidad están provocando sobre el sistema educativo no están sino en una tímida meseta, pero ya se puede apreciar los inquietantes escenarios que generan, debilitando la posibilidad de una escuela pública que asegure la equidad y diversidad sociales. 

Los gestores políticos autonómicos no pueden seguir asiéndose a la cobarde justificación de la libre elección de centro de las familias, cuando es evidente que pueden hacer mucho por virar la tendencia al desequilibrio de asignación de líneas educativas y a no seguir dotando a la concertada en contextos en los que es evidente la debilidad de la pública. Su impotencia se debe principalmente a factores más políticos que técnicos. Hablemos claro, no quieren abrir un melón que les afee la imagen ante el potencial electorado, más aún ahora que buena parre del voto es flotante. En términos de política educativa, dentro de los actores que protagonizan la educación pública, quienes tienen más poder de presión social son las familias; el profesorado, más allá de las promesas de 18 horas lectivas, no tiene más poder y alcance. No es un actor empoderado dentro de la enseñanza pública, y sus intereses laborales a veces no son compatibles con la calidad de la enseñanza. De ahí que la libre elección de centro se haya convertido en un mandamiento infranqueable para la política educativa, no tanto por la imposibilidad de cambios eficaces, que existen y son factibles, sino por la tiránica dictadura electoral que impide a nuestros gestores educativos pensar más allá del cortoplacismo cuatrienal. 

Lo inquietante es que nos acostumbremos a esta situación y acabemos pensando que es justo y necesario, pese al flagrante debilitamiento ético que esta deriva comporta. Total, siempre y cuando mis hijos no estén bajo el fuego cruzado de esta distopía, ¡qué más me dan los demás! ¡Sálvese quien pueda! De hecho, los centros públicos son ya verdaderas agencias publicitarias de lo suyo; se venden a destajo con tal de arañar un alumno. La política educativa contempla desde su indolente Olimpo el triste espectáculo, cuidando que su traje no coja arruga. Mientras todo el mundo tenga su tajada de tranquilidad, ancha es Castilla. ¡Qué más da la equidad y la calidad de la enseñanza pública! El precariado no habla ni cuenta; no tiene tiempo para quejarse. El dolor silencia el alma y la voz. ¿A quién importa? Hasta la fecha, solo dos comunidades autónomas han firmado un pacto social contra la segregación escolar, Castilla y León y Cataluña. Oído cocina. Antes de que sea tarde y todos creamos que lo injusto, por obvio, es lo correcto. 

Recomiendo leer este artículo del diario El País: enlace.

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