La educación en tiempos de guerra energética

 


11 de julio. Europa se prepara para hacer frente a un previsible corte del gas ruso. Alemania, uno de los países más afectados, ya está adoptando medidas preventivas antes de que llegue el invierno, entre las que se incluyen racionamientos energéticos en empresas y hogares, regulación de los hábitos de consumo... La Unión Europea tiene desde hace tiempo en su agenda una batería de medidas progresivas que todos los países deberán adoptar en función de la gravedad de los escenarios. Italia y España también van a poner sobre la mesa iniciativas de preparación ante un posible corte prolongado del abastecimiento. Hoy mismo adelanta el ejecutivo español que la prevención debe empezar ya en verano, aunque nuestro país no es uno de los más afectados a corto o medio plazo. Entre las medidas, se intuyen recomendaciones de ahorro energético para empresas y particulares y una gestión equilibrada y compartida del uso de vehículos. No se sabe aún si estas recomendaciones devendrán en obligaciones punitivas. Por ahora, el escenario es más bien preventivo y didáctico; preparar a la ciudadanía para escenarios indeseados aún sometidos a especulación, aunque posibles. 

Italia se plantea reducir la temperatura de equipos de aire acondicionado y calefacción y de la iluminación. Esto requerirá que ciertos organismos y negocios deban cerrar antes, como en pandemia. También afecta a empresas con mucha demanda energética. El objetivo de Italia es reducir el consumo en un 20%, que es el que les llega(ba) de Rusia. La dependencia española del gas ruso fue en 2021 del 8,9%, según CORES. Eso significa que debemos bajar el consumo esa cantidad este invierno.

Este escenario de racionamiento en realidad no es nuevo, especialmente para la población más vulnerable, que desde hace tiempo debe racionar su consumo de energía y bienes básicos ante una subida insufrible de los precios. En las familias más empobrecidas, la autorregulación obedece a la necesidad, y la carestía de bienes primarios agrava elementos necesidades como la alimentación o el sueño, generando graves problemas de salud y equilibrio emocional. La pandemia fue el primer detonante de estos efectos perversos y la crisis económica ha multiplicado su virulencia. Lo observamos a diario en escuelas e institutos.

En cuanto a la gestión y el abastecimiento de los centros educativos, ya este curso se ha observado un mayor gasto, especialmente en institutos con ciclos formativos con maquinaria que requiere un uso continuado de altas cantidades de energía. Y todo ello sin aumentar los presupuestos anuales para los centros. Cada vez hay más centros educativos que tienen que soportar una situación de estrechez presupuestaria, que les obliga a hacer equilibrios imposibles con el dinero que les dan. Es previsible que si esta situación se alarga y sube aún más el precio de la energía, del racionamiento del consumo pasaremos sin duda al apagado y cierre de algunos talleres, temporal al principio y definitivo si la situación se hace insostenible. Sumemos a esto el gasto en calefacción y el agravante de que numerosos centros no son sostenibles y disipan mucha energía, al ser antiguos o tener problemas añadidos que requerirían un gasto significativo e inasumible en la readaptación de instalaciones y recursos. Hoy por hoy, al menos en Extremadura es más que dudosa la calidad energética de numerosos centros, y me consta que pese a la insistencia en dar solución estructural al problema, las consejerías rehuyen dedicar un presupuesto a facilitar la sostenibilidad de las instalaciones educativas.

Dirigentes alemanes hace unos días no descartaron que en invierno algunas unidades escolares, especialmente de niveles superiores -más autónomos y que no requieren conciliación familiar-, deban cerrar y pasar a un modo online o mixto. Esto supone la vuelta a medidas similares al reciente escenario pandémico, que ya sabemos que estuvo caracterizado por la improvisación y el desgaste curricular, especialmente en el alumnado más vulnerable. A día de hoy, este paisaje apocalíptico no solo se nos antoja indeseado, sino también improbable, pero las autoridades europeas barajan cualquier casuística, desde la más asumible hasta la más grave. 

Una gestión responsable del sistema educativo requeriría ir pensando un plan preventivo que reduzca significativamente el caos y la improvisación vividos durante la reclusión pandémica, articulando desde ya un modelo formativo unificado, dotado, organizado y evaluado que sea realmente eficaz y que responda a los estándares de una enseñanza online o semipresencial, en ningún caso lo experimentado en tiempos del covid. Acelerar la competencia digital en lo referente a la implementación de una plataforma compartida que facilite a los docentes la adaptación a estos escenarios de enseñanza, pero no como mero parche temporal -limitado a píldoras y voluntarismo-, sino una sólida arquitectura formativa y logística que diversifique los formatos de atención educativa y asegure el aprendizaje real. Otro asunto diferente es la formación digital docente adaptada al entorno habitual del aula; ese es otro melón que queda pendiente y en proceso. 

Por otro lado, y tan importante o más, habría que pensar y articular un modelo que facilitara al alumnado vulnerable el acceso digno a una educación de proximidad. El modelo online es gravemente lesivo para estos menores, agravado por la situación familiar y el contexto social y económico que viven. Solo alumnos más autónomos y con medios y apoyo del entorno podrían, aunque con dificultad, adaptarse a un cambio sustancial del modelo de enseñanza y aprendizaje. 

Los ciclos formativos sufrirían sin duda un recorte en el horario de prácticas con maquinaria, debiendo recurrir a modelos de simulación digital que suplan o complementen lo que aporta trabajar directamente en entornos reales. 

Habría que empezar a diseñarlo, articularlo y gestionarlo desde ya, y atendiendo no solo a criterios de sostenibilidad presupuestaria, sino principios éticos que aseguren a los menores una educación digna. Nadie querría que estos escenarios distópicos sean una excusa para someter aún más a la educación pública a un proceso de raquitismo presupuestario y presión del profesorado. Aprendamos de los errores de la pandemia. 

Por otro lado, las instituciones educativas tienen la obligación de adoptar un modelo de comunicación que sepa gestionar con inteligencia emocional las expectativas y miedos de la comunidad educativa ante situaciones tan dolorosas y estresantes como las que viviríamos si nos enfrentáramos a un escenario prebélico. Crucemos los dedos. 

Aún así, la diferencia entre un escenario de carestía energética y el vivido durante el confinamiento pandémico es significativa. La movilidad, aunque reducida y regulada, sería posible, facilitando modelos mixtos, graduados y revisables, aunque el control de tiempos, espacios y recursos sería sin duda severo. A esto debemos añadir la gestión de la incertidumbre, el miedo y el estrés, las expectativas profesionales, otras carestías no menos graves asociadas a este escenario y que afectan de forma directa al rendimiento educativo y la salud del alumnado. 

Los retos no solo debieran prevenir a medio plazo, sino también saber escuchar a la hierba crecer y empezar a diseñar y a articular modelos de autonomía energética renovables en los centros educativos, así como el reacondicionamiento sostenible de instalaciones con huellas medioambientales significativas. Esto requiere voluntad y dotación, esfuerzo que sin duda ofrecerá rentabilidad, aunque ésta sea a largo plazo, y coherencia ética con los objetivos del milenio. Que los centros educativos sean autónomos y generen un valor añadido en su forma de gestionar la energía, implicando a la comunidad educativa en un uso responsable, incluso en la planificación y creación de algunos de sus elementos -ya hay proyectos potentes en torno al huerto ecológico, con sistema autónomo de riego y abono-, debiera ser un compromiso irrenunciable de cualquier consejería de educación. El trabajo colaborativo de la comunidad educativa en la autogestión sostenible y verde de los recursos energéticos del centro es una vía creativa que implica a todos, alumnado, docentes, barrio e instituciones. 

Hasta aquí nos movemos dentro de lo probable y podemos pensar en cómo articular medidas que no comprometan en lo esencial el derecho a la educación. A partir de este punto, todo obedece al universo de lo inaudito imaginable, pero no por ello menos posible. En algunos países europeos tienen experiencias traumáticas no tan lejanas de conflictos bélicos que pusieron patas arriba las prioridades hasta ahora asumidas como necesarias e inviolables. Hoy, cada día, vemos este escenario dantesco en las imágenes que nos llegan desde Ucrania, donde numerosos niños/as no van a la escuela porque simplemente ya no existe el edificio que la sostenía, y los adolescentes juegan a ser soldados, cuando hasta hace unos meses soñaban quizá con un futuro profesional. Todo lo que era sólido se esfumó en unos días. 

Inevitablemente, esta situación de precariedad vital y miedo a una conflagración bélica debe llevarse a la escuela, debiera ser tema de debate en las aulas, para comprender, exorcizar y afrontar juntos lo que esté por llegar y lo que ya está aquí y nos impele a reaccionar con ingenio y coraje. Sería otra oportunidad perdida que las instituciones educativas se movieran dentro de la estrategia cortoplacista de achicado de agua, dejando un sistema educativo tocado ya de serie por la precariedad y el descontento.

De la forma que sea, nos vemos en septiembre. Ánimo. 


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