Docentes sanos, alumnos sanos: un reto en el horizonte


Quisiera en esta ocasión reflexionar acerca de un asunto que no suelo sacar a la luz: la salud del docente. No es un asunto que tan solo atañe al ámbito laboral o personal, ya que nadie se imagina un sistema educativo eficaz sin tratar a los docentes con dignidad. La salud de la educación pasa irremediablemente por tener docentes que puedan realizar su trabajo en condiciones que les permita atender las necesidades de sus alumnos con fluidez y profesionalidad, sin contingencias que lo impidan o dificulten. 

He hablado y escuchado a muchos docentes, cada cual con su mochila personal y opiniones dispares sobre este oficio, y todos -todos es todos- coinciden en que asistimos desde hace tiempo a un deterioro estructural del sistema educativo, que afecta de manera significativa a toda la comunidad educativa, no solo a los alumnos, también a sus profesionales y por extensión a las familias. Quisiera remarcar el concepto estructural. La crisis del COVID fue un detonante coyuntural, una distopía no anunciada, que puso en funcionamiento mecanismos de supervivencia sobre un sistema ya desde hacía décadas aquejado de múltiples deficiencias. 

Durante esos meses pudimos vivir todos en propias carnes los efectos perversos de esas deficiencias: la inexistencia de una protección social en materia de salud mental y de un sistema de conciliación familiar, la incapacidad de la revolución digital de llegar a los alumnos más vulnerables, el profundo déficit curricular de buena parte del alumnado, especialmente aquellos que viven en contextos socioeconómicos delicados, la endémica falta de medios humanos y técnicos para afrontar los problemas urgentes que requiere la escuela real (no la que inducida por medios institucionales y empresas que injieren en el sistema educativo). 

A día de hoy, viviendo por suerte los estertores del COVID, ministerio y consejerías no han afrontado siquiera en su superficie ninguno de estos problemas estructurales, salvo la acostumbrada estrategia de crear campañas públicas que visibilicen algunos problemas -generando en la ciudadanía una falsa impresión de que se está haciendo algo- y la creación de nuevos roles docentes que aumentan la carga burocrática de los centros, no solucionan eficazmente los problemas y, lo peor, derivan la responsabilidad de los mismos a los docentes y no a las políticas educativas. Véase el responsable de bienestar, o el plan de igualdad, y sigue sumando. 

Todo se soluciona creando múltiples roles dentro de los centros, pero sin medios ni una estructura que sostengan y faciliten las medidas que se pudieran implementar. Si algo no funciona, si hay acoso o bullying en el centro, algo habrá hecho mal el profesorado y su responsable de bienestar. A diario leemos y vemos en los medios el enfoque mezquino de criminalización de los centros educativos cuando hay un problema. No se hace nada, sentencian los familiares. Eso sí, cuando un centro insiste que tras la COVID los niveles competenciales están por los suelos y los alumnos presentan cuadros psicológicos preocupantes, y se te ocurre insistir que los departamentos de orientación necesitan ser reforzados, pidiendo un AL entero y no medio, encuentras un no draconiano por respuesta. 

La estrategia institucional -permíteme el símil bélico- es dejar sola a la caballería, sin apoyo aéreo. El resultado es previsible. Una mayor presión sobre los docentes y un sistema que ancla su andamiaje sobre vigas que resisten como pueden gracias al voluntarismo de los profesionales y la paciencia de las familias. Y todo ello bajo un contexto que desde antes del COVID, pero especialmente después de él, ha acelerado el proceso de pauperización de la economía familiar, de déficit curricular del alumnado, de burocratización de la actividad docente, de reducción del presupuesto autonómico en educación, de salud mental de alumnos y docentes. Lo preocupante no es solo lo que ya se está viviendo a pie de aula y barrio, sino que este proceso parece haber venido para quedarse muchos años, y las políticas educativas siguen insistiendo en una estrategia cortoplacista, que busca más salvar las apariencias que solucionar de base esta débil estructura.

Comencemos por el asunto del déficit presupuestario. Las consejerías negarán la mayor, pero desde la trinchera no se observa que llegue el dinero donde debe, para atajar lo realmente importante. Desde hace décadas, el sistema educativo depende de presupuestos exógenos, ya sea a través de instituciones internacionales o empresas de telecomunicaciones y editoriales. El dinero que llega vía fiscal tan solo sirve para apuntalar malamente los sueldos y el mecanismo básico del sistema. El resto proviene de fuera, y no es gratis. Supone contraprestaciones que en el caso de las instituciones internacionales han aumentado la burocracia diaria y con ello el estrés y la incapacidad de atender necesidades urgentes del alumnado, además de generar una agenda curricular que injiere de forma artificial sobre la vida de los centros, imponiendo programas educativos que igualmente generan mucha burocracia y someten a los centros a una planificación no deseada y ajena a las necesidades naturales de cada contexto. 

De la misma forma, la dependencia de empresas tecnológicas y editoriales, a cambio de contraprestaciones nada transparentes, genera cada vez más un peligroso leviatán que aumenta la brecha social y laboral, inflando el sistema de demandas pedagógicas que difieren mucho de las carencias competenciales del alumnado vulnerable. Durante la pandemia pudimos observar la incapacidad de la tecnología de llegar a familias empobrecidas y cómo tras el confinamiento la pérdida significativa de competencias básicas del alumnado era (y es) realmente preocupante. A cambio, las consejerías no dotan al sistema de plantillas que puedan atender esas necesidades y programas eficaces que nazcan de abajo arriba, y no desde los confortables salones de contables educativos para publicitar sus políticas de cara a potenciales comicios. 

El asunto de las editoriales merecería una larga reflexión aparte. Paradójicamente, la LOMLOE supone una relevante contradicción entre el modelo competencial y colaborativo y la adopción del libro de texto (digital o de papel) como principal o único medio de enseñanza. Sin embargo, es previsible que la carga burocrática y el estrés acumulado en el profesorado disuada a éste de adoptar un modelo colaborativo, de autocreación y construcción compartida, y ceda a la comodidad del libro de texto por mera salud mental. Quien no estaba convencido, tendrá razones para seguir no estándolo, y quien hizo amagos de ir creando contenidos y compartirlos, sufrirá una mayor carga de trabajo y abandonará o reducirá su nivel de estrés. El peor enemigo de la LOMLOE es la falta de compromiso presupuestario y un plan que reestructure espacios, medios, formación... facilitando el tránsito hacia esas nuevas formas de enseñanza-aprendizaje. El aumento de la llamada renuncia silenciosa (quiet quit) es inevitable y mitigará las posibilidades del cambio real a pie de aula.

Los que llevamos más tiempo en este oficio observamos cómo los docentes recién estrenados, pertenecientes a la generación Z, gestionan su compromiso profesional de una forma menos idealista y más práctica, negándose a aumentar su carga laboral, pese a que con ello la calidad del trabajo sea menos satisfactoria. Observan con cierta perplejidad y benevolencia el sacrificio personal de aquellos que llevamos más tiempo en las aulas, y que inevitablemente, por no dejar a nuestros alumnos en la estacada, hacemos más horas de las debidas, haciendo con ello la cama al indigente compromiso político por dotar al sistema educativo de medios dignos. Esta paradoja es común a todos los servicios públicos y, por extensión, a la vida social española. ¿No son acaso los abuelos quienes realmente sustentan la conciliación familiar?

No sé si los docentes Z están en lo cierto, pero está claro que la tendencia del sistema educativo es que las cada vez más deficientes condiciones sociales y económicas de las familias requerirán a la escuela una mayor inversión de medios y docentes, que de no asumirse deteriorarán la calidad del trabajo y la competencia de los alumnos. La escuela del futuro debe asumir que atenderá cada vez más a alumnos más empobrecidos, con más problemas personales que afectarán a su rendimiento académico y a sus expectativas de futuro. Esto requiere otro enfoque a la hora de asumir los retos de la educación que vendrá y ya está aquí sin haberla entendido y asumido. Empobrecimiento y escasez presupuestaria no pueden nunca ser buenas amigas, y lo que provocan es un endurecimiento de las condiciones del trabajo de los docentes y un agravamiento de la calidad de la enseñanza. 

En Extremadura, por citar un contexto cercano, los presupuestos del plan de resiliencia europeo no se han organizado en función de prioridades urgentes, sino el apuntalamiento de un plan de digitalización y reforzamiento de planes ya existentes -bilingüismo, por ejemplo-, no a reducir el profundo déficit competencial y los graves problemas estructurales que aquejan a la escuela real. Una escuela cuyo capital humano se empobrece cada vez más requiere un esfuerzo mayor en dotar de plantillas y planes integrales, de abajo arriba, que atiendan esas necesidades acuciantes que aumentan exponencialmente la brecha social y laboral en un mundo en transición de su modelo productivo, y que si bien va a afectar de manera directa a una clase media en vías de extinción, imaginad lo que no hará en las familias que conocen desde hace tiempo lo que es no tener lo básico para vivir. Los diseñadores de políticas educativas no acaban de comprender la grave situación a la que se enfrenta el sistema educativo, ya sea por inconsciencia o por mera ceguera política, insistiendo en la adaptación digital como único objetivo prioritario, mientras el barco hace aguas desde abajo y sus marineros no aguantan más el desplome del andamiaje.

La política educativa permanece cautiva y esclava de agendas ajenas, prediseñadas por políticos internacionales y grandes empresas interesadas en hacer del sistema educativo público un caldo de cultivo de sus planes de readaptación productiva. Buena parte de la actividad interna de las consejerías depende de esas agendas, que condicionan su gestión, aumentando también en los profesionales que allí trabajan, un aumento del estrés y la carga laboral, burocratizando de arriba abajo un papeleo gris, sin efecto real en la mejora de la enseñanza, pero que hace un grave daño en la calidad laboral de docentes y técnicos de la administración y que requiere de éstos reducir el tiempo que dedican a dedicarse a lo importante: los alumnos. El docente se convierte literalmente en un funcionario, un mero receptor y productor de burocracia, una pieza de engranaje que no tiene tiempo ni ganas de pensar cómo mejorar su intervención en el aula, que ve cómo debe cada vez con menos medios y más ansiedad atender necesidades graves con escasas herramientas y apoyos. 

Decía ingenuamente el filósofo Marx que el capitalismo acabaría cediendo por la propia insensatez de su dinamismo desquiciante. El desarrollo de las fuerzas productivas generaría cada vez más tensiones sobre la ciudadanía, que necesariamente explotaría y exigiría un cambio de modelo más humano y sostenible. La Historia, implacable maestra, demuestra que Marx no solo se equivocó, sino que el capitalismo adquirió nuevas formas de explotación, más sibilinas y deshumanizadoras, maneras de tener a la rana cocida y feliz a la vez. No hay indicios, ni en la puerta ni en lontananza, de que el profesorado se alzará contra esta situación y tendrá poder efectivo de variar la deriva preocupante que sufre nuestro sistema educativo. Más bien, el docente adopta cada vez más la postura de resistencia pasiva de Gandhi: una renuncia silenciosa, una indignación ronca, una claudicación herida de escepticismo y cansancio. 

El que escribe es por natural temperamento optimista a pie de aula. Quienes me conocen y trabajan conmigo lo saben. Pero en lo referente a la gestión de las políticas educativas soy profundamente escéptico, cuando no pesimista. Lo cortés no quita lo valiente. Y estoy convencido de que los docentes debemos ser conscientes de lo que hay para poder saber cómo encarar lo que debiera ser, más allá de voluntarismos y cabreos autocomplacientes. No va a ser fácil, no lo está siendo. Pero en este oficio tenemos un compromiso ético que asumir que va más allá de nuestro rol de funcionario. El sistema educativo no es patrimonio de los poderes institucionales que lo sostienen y a su vez lo deterioran: es de toda la comunidad educativa. 

No debemos esperar a que sea el consejero, delegado, inspector de turno o técnico de vete a saber qué el que nos ayude paternalmente; debemos procurarlo nosotros, como comunidad, mediante la unidad de acción. No solo la indolencia política, la anomia profesional es uno de los peores enemigos del sistema educativo. De los estertores de este siglo XXI, cambalache, problemático y febril, herido de escasez y miedo, incertidumbre y perplejidad, debiera nacer una nueva ciudadanía, que humildemente recoja las ruinas que deja a su paso, y hacer de ella brotes nuevos que no veremos ni disfrutaremos, pero sí nuestros nietos, o sus hijos. Ellos son nuestro horizonte. Ni siquiera nuestros alumnos lo verán. Por eso debemos procurar ir preparando el camino. Nos tocó ser protagonistas de este momento histórico complejo. Seamos dignos del reto al que nos invita. 

Ánimo, compañeros/as. 


Comentarios

  1. Gran artículo y, por desgracia, muy acertado. Seguiremos en la lucha.

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  2. La salud mental de profes y maestrxs está en juego y cada vez sufre más estorsión, hasta que llegamos al agotamiento psíquico y físico, y así es imposible trabajar...

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